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Laghonia, APDAYC y las guerras culturales

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En una de las selecciones de la Crónica del rock peruano que estoy compartiendo (aún me falta una), incluí la referencia y el enlace al disco de una banda peruana de rock de los años sesenta, Laghonia. De esta banda, hasta hacer ese post, yo sólo conocía la canción cuyo video incluí, pero esa vez encontré el enlace para descargarme completo su disco Et Cetera, así que lo bajé para conocer un poco más. El grupo me pareció, sencillamente, espectacular, y no tenía mayor idea de su existencia. Buscando un poco por la web encontré esta breve reseña de su existencia, que tiene detalles singulares muy interesantes:

LAGHONIA era el único grupo que usaba el Hammond -B2 en el Perú y Sudamérica tanto en grabaciones como en vivo. El espectáculo musical que producían era impresionante. Miembros de otras bandas como Telegraph Avenue, Traffic Sound o El Polen, iban a escucharlos frecuentemente atraídos por rarísimas canciones como Mary Ann o Speed Fever con experimentos polirrítmicos a lo Dave Brubeck. El grupo siguió componiendo y actuando, yendo de aquí allá en un Olds’ del 55’ manejado a toda velocidad por Saúl, un tipo casi siempre serio pero que gustaba de hacer bromas en los momentos precisos. En un camión de mudanza iba el pesado equipo. Allí Carlos Salom solía viajar encima del Hammond y el Leslie para proteger los 300Kg. que pesaban estos instrumentos, de cualquier rasguño durante el viaje.

El Hammond B2 es definitivamente lo que le da un sonido singular al grupo que lo diferencia de otros sonidos de la época por estas latitudes, y el juego polirrítmico medio psicodélico hace de Laghonia también un experimento musical sumamente vanguardista para su época y lugar. Es impresionante escuchar la calidad del Et Cetera y al mismo tiempo darse cuenta de que se trata de un grupo peruano – en eso se refleja la calidad creativa y técnica de los grupos de la época que empezaban a jugar con el rock para hacer cosas realmente interesantes. Luego, como bien se sabe, la dictadura de Velasco declararía el rock como alienante e imperialista y relegaría lentamente a la escena peruana de rock al olvido y desaparición, hasta que a principios de los ochentas volverían a aparecer canales a través de los cuales se regenere, lentamente, una escena local de rock.

Después de muchos años, y con muchas etapas de por medio, creo que uno podría decir que de nuevo estamos viviendo una de las etapas más interesantes del rock nacional, por una serie de factores. Un detalle no trivial es que las condiciones económicas permiten la aparición de un mayor mercado; tampoco es poca cosa que muchos grupos están reconociendo la particularidad del mercado local y tratando de jugarlo a su favor, no luchando contra la piratería y apoyándose más bien en otros canales (como presentaciones en vivo) para ganarse una audiencia que los siga regularmente.

Pero, ¿qué pasa con todo el legado de las épocas pasadas del rock peruano? A nivel global, siguen sonando grupos como los Rolling Stones, Led Zeppelin, Pink Floyd, The Beatles, y demás piedras fundantes de lo que fue la cultura rock que luego se difundió globalmente, y que llegó hasta aquí. Y muchas escenas locales tienen también un legado histórico al cual recurrir en busca de referentes, de experimentos, de sonidos y texturas locales. Sin embargo, nosotros estamos limitados por cuestiones estructurales básicas: no hay cómo escuchar esta música. Lo que se llegó a grabar en la época se imprimió en discos de vinilo de circulación limitada, que aunque pudieran conseguirse hoy día serían difíciles de reproducir. Pocos de los discos de los sesentas, setentas, ochentas y noventas se han reeditado en ediciones en disco compacto. Mucha de esa música tampoco se puede encontrar en Internet (lo que he corroborado intentando recopilar las selecciones de Crónica). Es decir que, por mucho que uno quiera, si quisiera realmente sumergirse en el rock peruano tendría una serie de limitaciones que harían ese tránsito sumamente difícil.

Claro, hoy día podemos subir canciones a YouTube, a diferentes servicios en línea, o compartir discos vía BitTorrent. Basta con que una persona se dedique a grabar los discos de vinilo en un formato digital para que ese archivo pueda circularse y distribuirse fácilmente, y se reduzca enormemente el riesgo de que ese contenido se pierda. En muchos casos, es uno de los pocos canales a través de los cuales se puede acceder a este contenido, que, en gran parte, es la prefiguración de la escena musical del rock peruano que tenemos hoy día y que muy poca gente ha tenido oportunidad de conocer.

Allí es donde la cosa se complica. Porque ese intercambio es, un poquito, ilegal. Aún cuando no tenga fines comerciales, aún cuando, realmente, no perjudique a los autores originales (incluso, en gran medida, los beneficie), aún cuando signifique una labor de preservación cultural que de otra manera no podría suceder, es ilegal. Cae dentro de este rubro que ha venido ha ser denominado “piratería”, y que en el mundo de los contenidos digitales se ha convertido en un estandarte de defensa del status quo que no consigue, del todo, emparejarse con la realidad. Porque la cultura digital está promoviendo relaciones e intercambios entre las personas que no pueden ser plenamente contemplados por el ordenamiento legal pre-existente. En medio de todo esto aparece la figura de APDAYC, la Asociación Peruana de Artistas y Compositores de la que mucho se ha hablado en los últimos días. No quiero volver a articular todo lo que se ha dicho, sobre todo porque creo que Roberto Bustamante lo resume todo muy bien en esta entrevista:

Todo lo cual me lleva, realmente, al punto central. Las guerras culturales han empezado también en el Perú, el enfrentamiento en el cual la manera como nos estamos acostumbrando a construir la cultura, sobre todo a partir de la aparición de los medios digitales, choca con un aparato político y legal que fue diseñado antes de que estas prácticas existieran. Así como, además, el aparato económico acostumbrado y construido sobre un cierto modelo de negocios empieza a aferrarse de todos los medios posibles para preservar su propia existencia. En este caso, se trata de cosas como el “tarifario web” de la APDAYC, que realmente no tiene mucho sentido, y que quiere decir, también, que (asumiendo que Laghonia sea uno de sus miembros) yo no puedo compartir libremente música de Laghonia, a pesar de que lo hago por lo buena que me parece su música y porque quiero que más personas la escuchen, porque estoy infringiendo sobre el terruño de APDAYC. Más allá, por supuesto, de que de otro modo esta música, probablemente, nunca será escuchada, preservada, ni difundida.

La pregunta que se empieza a dibujar de fondo es la pregunta de la que Lawrence Lessig ha venido hablando durante mucho tiempo: ¿Quién es el dueño de la cultura? Y sobre por qué los grandes distribuidores de contenidos han conseguido los medios para monopolizar la producción y la distribución de todos aquellos referentes culturales a los cuales nosotros, como consumidores, terminamos dándoles significado. Antes era una cuestión simple: los medios existentes delimitaban claramente la separación entre productores y consumidores. Pero ahora que los medios disponibles nos permiten cuestionar y extender los roles que asumimos frente a la cultura, esta delimitación no sólo no es tan simple, sino que en gran medida pierde mucho de su significado.

Para un grupo como Laghonia, y otros grupos que constituyen los pilares de la historia del rock nacional, los antecedentes y referentes obligados, así como también para los nuevos grupos que aparecen hoy día, la relación con la piratería es mucho más compleja de lo que APDAYC quisiera que pensáramos. No se trata de una vulgar copia, sino de una compleja red de mercado y distribución que hace posible que los contenidos lleguen a mercados más amplios. Para muchas personas, yo mismo incluido, la piratería es uno de los pocos canales disponibles para acceder a muchos referentes culturales que, por cuestiones de disponibilidad o economía, simplemente serían inexistentes de otra manera. Decir que no haya piratería equivale a decir que gran parte del mercado quede excluido de la participación en el intercambio y la construcción cultural.

Y claro, hay dos respuestas inmediatas a esto. La primera es que por esto, la piratería no es automáticamente buena, y eso es cierto. Pero eso hace que tampoco sea automáticamente mala, sino mucho más compleja de lo que los distribuidores de contenidos quieren que pensemos. Lo segundo es que la piratería no se da mayormente de productos culturales “de calidad”, dirían algunos, sino de DVDs de Mi abuela es un peligro 7 y del último disco de Britney Spears. Esto va más o menos en la línea de lo dicho por Mario Vargas Llosa en un discurso sobre la cultura hace unos días: la reformulación del argumento de que hay una cultura ilustrada contrapuesta a una cultura popular, que es inferior y menos importante. Desde este punto de vista, la piratería es sólo un mecanismo de difusión de la cultura popular y, como tal, no permite ningún tipo de participación significativa de la construcción cultural.

Esta segunda respuesta me parece más problemática, porque la distinción entre lo ilustrado y lo popular es un poco arbitraria y bastante conveniente, sobre todo viniendo de alguien como Vargas Llosa. Y, sobre todo, niega una realidad palpable que es el hecho de que la cultura popular ejerce una enorme influencia en nuestras vidas y termina estando mucho menos desligada de la “cultura ilustrada” de lo que muchos quisieran pensar. Más aún: cree que esta separación aún puede mantenerse hoy día, que es equivalente a algo así como el presidente de Sony Pictures diciendo que Internet no trae nada bueno y debería restringirse.

Bueno, eso. No puedo subir la discografía completa de Laghonia, técnicamente, o en todo caso, no debería. Pero quiero hacerlo, no por un beneficio propio, sino porque me parece que el Et Cetera, y otras obras similares, merecen llegar más lejos, ser más conocidas, y sí, en última instancia también beneficiar a sus creadores. ¿Pero cómo puede Laghonia vender discos si nadie conoce de su existencia? ¿Cómo puede traer audiencias a conciertos en vivo si quienes lo conocen no pueden compartir la novedad de su descubrimiento? Y más aún, ¿cómo podemos esperar construir una escena musical de importancia, creativa, de gran alcance, si no podemos regresar sobre los antecedentes para que contribuyan a las nuevas producciones y generaciones?

De manera que, muy adecuadamente, así como en el comic Civil War que viene publicando Perú 21 los sábados, han empezado las guerras culturales, y empezaron hace tiempo, sólo que el enfrentamiento ha escalado. Se me ocurrió terminar este post preguntando, así tendenciosamente, “¿de qué lado estás?” Pero ahora me doy cuenta que en realidad no se trata tanto de lados, pues las posiciones son mucho más complejas que lo uno o lo otro.


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